Aparqué la bicicleta muy cerca de la cueva. Cada tarde quedabamos en aquel
lugar, al salir del colegio. Empezamos como un juego, desde la infancia, como
el escribirnos cartas y notitas en clase. Recordaba el primer día en que entró
por la puerta del aula. Vestía como una mujer mayor, a pesar de sus 12 años.
Una falda plisada a cuadros y una camisa blanca cerrada hasta el cuello con
algún volantillo de encaje. De ninguna manera cuadraba en aquel lugar, lleno de
pantalones tejanos y jerseys con coderas y zurcidos. Yo siempre llevaba un
pantalón de peto, como los mecánicos de coches. De alguna manera, las miradas
delatan un poco de recelo; en un barrio obrero como aquel las faldas y las camisas
nunca estaban tan planchadas, si no es que era domingo.
Don Ramón le dijo a mi compañero que se cambiara de
sitio y acompañó a aquella niña a la silla que había quedado libre. Aquel día
ni nos miramos, ni para dirigimos la palabra. Ángel era un excelente compañero
y quedarme sin él, así de sopetón, me molestó. Pero a mí siempre me pasa lo
mismo, en dos días ya necesitaba saber quién era, dónde vivía y por qué
había venido a parar a aquel colegio nacional de niños pobres. Se llamaba
Verónica.
—Estudiaba en las monjas—repuso ella, con una pizca de
altivez que fue desviando poco a poco a la antesala de su mente—. Pero había
una que me cogió manía, no paraba de decirme que era la niña más fea del
colegio. Cada vez que me veía me lo recordaba y, el día que me dio un bofetón
porque yo le contesté, mi padre dijo que ya no volvía más.
— Y como este colegio no es de monjas ¿Te han traído
aquí?
—Sí, además me queda más cerca de casa.
—Mi madre siempre habla muy mal de las monjas y los
curas. Ya sabes, cosas de la guerra— repuse, sin levantar la mirada del
cuaderno.
—A mí me gusta ir a misa y rezar, creo en Dios y le
pido muchas cosas.
—¿Cómo qué? —no podía imaginar qué te podría dar
alguien que no existía.
—Le pido salud, dinero y que a mis padres no les falte
el trabajo. A veces me hace caso y a veces no.
Y así fue como Vero, día a día de escuela, se
convirtió en alguien muy especial para mí. No tardé mucho en notar que había
algo en ella que me hechizaba, me llevaba a donde quería. Un día me dijo que le
gustaba escribir historias en las que ella y su hermana eran las protagonistas
y que yo también podía serlo. La verdad es que nunca había imaginado ser
alguien en una historia, bastante tenía con sortear las peleas con mis seis
hermanos al llegar a casa por quién era el primero en poner la televisión.
Cuando descubrí sus historias, dejé de pelearme por aquel aparato en blanco y
negro. No valía la pena, en nuestro mundo podía ser lo que
quisiera.
Y como no, yo quería ser un apuesto príncipe con una
espada enorme, que imaginase sus propias aventuras.
Esa era la razón por la que nos veíamos a la entrada
de la cueva todos los días. Nos leíamos nuestras historias y volábamos con
montones de aventuras. Ella siempre escribía sobre un palacio de hielo; a mí me
gustaba montar en un caballo y cabalgar alrededor del mundo luchando contra
personas y monstruos que se dedicaban a hacer el mal.
Fue así como la convertí en mi princesa aquella tarde,
y a Roc, el gran mastín que vivía en la cueva y que venía a saludarnos porque
se llevaba un trozo de nuestro bocadillo, en un dragón hambriento que solo
deseaba secuestrarla. Lucharíamos en un combate a muerte por ella, el dragón
sería un fiero oponente que me causaría más de una herida y rompería la cota de
malla para que brotara mi sangre. Pero tenía un lazo de la princesa atado a mi
brazo de hierro y ese, ese sería el poder mayor para derrotarlo. Cuando el
dragón cayera herido de muerte, yo abrazaría a mi princesa y le daría un beso
en sus finos labios rosas. Y la sangre del dragón, a la entrada de la cueva, se
esparciría por la tierra.
Era un poema lo que llevaba escrito en mi libreta, me
había costado dos días hacerlo y hoy, aquella tarde de abril tan soleada, se lo
leería a Vero. Roc, el fiero dragón, ya me esperaba.
—Hola, Roc. ¿Hace mucho que estás aquí? — Seguro que
me entendía.
—Buf, buf—me contestó,con su vozarrón de mastín.
Movió la cola, contento de verme y levantó su enorme
cabeza buscándome la mano para acariciarlo. Parecía decirme que estaba deseando
escuchar mi relato. Se puso a mi lado y subimos la pequeña cuesta hacia la
entrada de la cueva; esperaba encontrar allí a Vero, entre libretas y
bolígrafos. Con su pelo rizado, tocado por tímidos rayos de sol, cayéndole
sobre la cara. Vestida con alguno de esos vestidos que le cosía su abuela y que
la hacían parecer mayor. En mi interior se movían millones de insectos desde
los pies hasta la cabeza. Los nervios de contar mi historia me hacían dar
traspiés con las ramas que encontraba. Y por fin llegué a la entrada de la
cueva.
Miré a todos lados, porque Vero no estaba allí. Le
eché un vistazo al reloj de muñeca y era la hora en que nos encontrábamos cada
día. Bueno, me sentaría y daría un nuevo vistazo al poema para ver si podía
mejorarlo. Leí y releí hasta diez veces y el tiempo iba pasando sin que Vero
apareciese. Roc dormitaba a mis pies y cuando empezó a hacerse oscuro supe que
no vendría. Así que acaricié el lomo de Roc.
—Bien, creo que es hora de que me vaya, amigo.
No podía disimular mi desilusión, en ningún momento
pensé en que podría pasar alguna cosa, solo pensaba en que se había despistado,
que le habrían dado más trabajo de costura de lo habitual, que no quería verme…
Nada que no fuese normal. Me levanté y Roc entendió que me iba. Con su
parsimonia de gran perro se fue hacia su cueva y yo le dije adiós levantando la
mano. Bajé la cuestecilla hacia la bicicleta y me di cuenta de que Roc me
seguía. Me detuve y me volví hacia él.
—¿Qué haces, Roc? ¿Por qué me sigues?
No ladraba como de costumbre cuando le hablaba y
advertí que traía algo en la boca. Cuando estuvo frente a mí, vi una
hermosa rosa roja de pétalos brillantes. La cogí entre mis manos y me llegó su
fragancia tan exquisita. De ella colgaba una nota.
Hola, Carol, no he
podido venir más tarde porque mi abuela no se encuentra muy bien, por eso te he
dejado un regalito para ti. Roc dormía tan profundamente que ni siquiera me ha
visto. Dile que mañana nos volveremos a encontrar, ¿vale?
Un beso
Vero
Con aquella rosa en la mano algo se
iluminó dentro de mí, ese sería el premio al amor del caballero y la princesa y
que, como no podría ser de otra manera surgiría de la roja sangre del dragón
Roc.
El final perfecto de mi poema.