Ilustración de judit CanaL |
—La que admita, hija.
Nunca entendí esas recetas de mamá “todo a ojo”. Aceite: un vaso. Pero un vaso:¿Cómo?,
¿Grande? ¿Pequeño? Entonces, ella abría el aparador de la cocina, cogía uno al
azar y tras llenarlo lo vertía en el bol. Después volvía al bote de harina e
iba añadiendo poquito a poquito hasta que notaba la consistencia adecuada de la
masa. Lo mismo con el azúcar, el anís, la ralladura de limón…
“Mamá es increíble”, pensaba mientras conducía por la carretera al lado del
mar. Recordaba que cuando era niña al entrar ella en la cocina todo se
transformaba, la casa se llenaba de olores a comida. Cada época del año tenía
el suyo, la Navidad era de canela, la primavera de arroz, el verano de gazpacho
y el otoño de gachas, castañas y boniatos asados. Nos arremolinábamos a su
alrededor intentando adivinar su toque mágico. Podría ser el calor de sus manos
regordetas, las mismas que curaban la fiebre sólo poniéndolas en la frente o su
pequeña nariz que era capaz de detectar en el mercado si un pescado o una carne
eran frescos. Quizás sus ojos, que nunca
descansaban y se multiplicaban para cuidar de sus hijos, para coser, lavar…
Fuese como fuese, mamá, tenía un sexto y hasta un séptimo sentido y lo sabía
todo.
La recordaba a cada instante cuando paseaba por la ciudad y de repente me
invadía ese aroma de canela, de ajo, de verdura fresca y castañas asadas que
provenía ves a saber de dónde. Y me
volvía hacia todos lados buscando encontrarla, con su mandil a cuadros, su pelo
negro rizado, las zapatillas desgastadas, esperando en la puerta de casa a que
papá viniera del trabajo con su bicicleta. A esa hora en que todos volvíamos a
donde sabíamos que había llenado cada hueco de un olor inolvidable.
Atrapada en mis pensamientos, dejé el coche en la puerta de la residencia y
la encontré en la terraza de cara al mar, sentada en su silla de ruedas. Tenía
las manos arrugadas, pero su piel seguía siendo tersa y sus ojos, más pequeños
que antes, se quedaban quietos mirando el infinito.
—Mamá, ¿cómo te encuentras hoy?
—Como siempre, hija. Ya no sirvo para nada en este mundo y estoy esperando
que dios me lleve con él—dijo sin mirarme.
“No digas eso, mamá”, pensé guardándome las lágrimas.
Mamá, no sabes cuánto te necesito, no sabes hasta qué punto y cómo toda la
vida he deseado tus besos y abrazos. A ti nunca te gustó mostrarte débil y nos
protegías evitando caricias pero, solo con entrelazar los dedos y decirme un
“Te quiero” todas mis penas de niña se hubiesen curado al instante.
No soy una roca, como las demás mujeres, no soy fuerte ni puedo con todo. Y
me derrumbo en muchas ocasiones intentando que nadie lo vea. Mamá, me enseñaste
a no pedir ayuda, a crecer y hacerme adulta y a adivinar por mí misma cuánta
harina había que poner a ojo y cuantos palmos medía una cama y que para hacer
unas cortinas necesitábamos el doble de tela. Sin embargo, mamá, espero ese
beso y ese abrazo tuyo. No sé cómo puedo echar tanto de menos un amor que nunca
he tenido.
—¿Quién eres? — dijo de repente mientras sus ojillos se clavaban en los
míos. Ya no me conocía.
Y sólo se me ocurrió sacar del bolso esa libreta vieja de recetas de la
abuela y leer lo que ella escribía a lápiz.
—Roscos de Anís: Un vaso de aceite, un vaso de anís, un poquito de azúcar,
la ralladura de un limón y harina la que admita…
Es así, mamá, cómo veo que tus ojos se llenan de luz buscando algo a la que
agarrarte, paseando por el cielo azul del patio de la residencia y de repente
te despiertas de un ensueño. Te llenas de la brisa que se arremolina a nuestro
alrededor y muy flojito se te escapan esas palabras que son la única manera de
mostrar tu amor.
—Huele a canela.”
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